Artículos


¿Ni Bonifacio ni Benjamín?

Cada vez que se habla de Pedro B. Palacios, en alusión a Almafuerte, suele asociarse la recurrente “B” nominal con el nombre de pila “Bonifacio”. Sin embargo, nadie sabe cómo llegó a instalarse este nombre, pues no figura en ningún documento. Quizás, el propio poeta, habituado a firmar con seudónimo sus artículos y poemas, lo utilizó en alguna ocasión, pasando, luego, al acervo colectivo.

Pedro B. Palacios (Almafuerte)















Lo cierto es que, al nacer, Almafuerte (San Justo, 13 de mayo de 1854 - La Plata, 28 de febrero de 1917) habría sido anotado en la antigua parroquia de Morón (cabe recordar que, entonces, no existían los registros civiles) simplemente como Pedro Palacios. Así se desprende de una investigación que Atilio Milanta realizó al respecto y cuyos detalles precisó en el libro “¿Quién es Almafuerte?”, publicado en 2005.

Para corroborar lo antedicho, otro investigador de temas platenses, Roberto G. Abrodos, dio a conocer, más recientemente, el acta de bautismo del poeta, donde consta que un niño llamado Pedro Palacios, nacido el 13 de mayo de 1854 e hijo de Vicente Palacios y Jacinta Rodríguez, recibió en presencia de su padrino, Eduardo Rodríguez, los óleos bautismales. El acta, asentada en el folio 122 del libro de bautismo de la parroquia de Morón, está fechada el 27 de agosto de 1854 y lleva la firma del cura vicario Pablo Darbón.

Última casa de Almafuerte. Av. 66 N° 530, La Plata










No hay razón, por lo tanto, para pensar que la “B” inicial del supuesto segundo nombre de Almafuerte guarda correspondencia con “Bonifacio”. Mucho más atinado sería, en tren de hacer conjeturas, referirla al casi desconocido “Benjamín”, que es el nombre presente en dos instrumentos públicos: el acta de defunción de una sobrina de Almafuerte, que éste firmó como testigo, y el acta de defunción del propio poeta.

Otro dato, revelado por Abrodos, que da crédito a “Benjamín” es el asiento de compraventa de la última casa que Almafuerte habitó en La Plata: según consta en el Registro de la Propiedad de la Provincia de Buenos Aires, dicha casa, ubicada en avenida 66 N° 530 –hoy biblioteca y museo almafuerteano–, fue adquirida por don Pedro Benjamín Palacios y Rodríguez, el 8 de mayo de 1911, en la suma de seis mil pesos moneda nacional y al contado, a quien era, en ese momento, su propietario, don Eugenio de Milani, que la había construido en 1886.

Tumba de Almafuerte en el Cementerio de La Plata










Sin embargo, ni esta constancia pública ni las dos partidas de defunción citadas anteriormente constituyen, desde el punto de vista legal, elementos de prueba suficientes. Así lo advierte Milanta al sostener, en su carácter de abogado, que, mientras el acta de bautismo no sea redargüida de falsa, las especulaciones sobre los nombres “Bonifacio” y “Benjamín” carecen de consistencia, por lo que sólo cabe aludir a Almafuerte como Pedro Palacios. 

Para la tradición literaria, en cambio, que nada tiene que ver con el orden jurídico, el poeta seguirá siendo, muy presumiblemente, Pedro B. Palacios. Sí, con esa “B” de “Bonifacio” en el medio con que ya ha sido ungido por críticos y lectores.

César Cantoni
La Plata, mayo de 2019


Carlos Augusto Fajardo: reminiscencias 
del primer poeta afincado en La Plata


Como se sabe, la ciudad de La Plata nació para ser capital de la Provincia de Buenos Aires y fue fundada por Dardo Rocha el 19 de noviembre de 1882. Pensada y planificada mucho antes de comenzar a construírsela, su emplazamiento en una zona rural semidesértica determinó que sus primeros funcionarios y actores culturales procedieran de lugares foráneos. Así, entre los poetas que más tempranamente arribaron a ella cabe citar a Matías Behety, un ciudadano uruguayo que se ganó la vida ejerciendo el periodismo. Este hombre, nacido en Montevideo en 1849 y afincado en Buenos Aires desde su adolescencia, es considerado el primer poeta platense. Sin embargo, su estancia en la nueva metrópolis fue tan efímera –llegó en 1885 y murió ese mismo año– que no amerita la condición que se le atribuye. Con más propiedad, correspondería afirmar que fue “el primer poeta muerto en La Plata”, tal como lo hace Guillermo Pilía en “Historia de la literatura de La Plata”, obra que contó con la colaboración de María Elena Aramburú. Behety, por otra parte, no llegó a publicar ningún libro. Su carácter bohemio y su afición al alcohol le impidieron compilar orgánicamente sus poemas, la mayoría de los cuales fueron escritos en papeles sueltos cuya suerte se ignora.












Carlos Augusto Fajardo 
(San Carlos, 1830 - La Plata, 1920)





Más allá de lo precedente, lo cierto es que La Plata ya hospedaba, desde sus tiempos embrionarios, a un poeta: Carlos Augusto Fajardo. Curiosamente, éste también era uruguayo como Behety y había fijado su residencia en la región dos meses y medio antes de que Dardo Rocha pusiera la piedra fundamental. Protagonista de una existencia dilatada –alcanzó la edad de 90 años–, Fajardo demostró poseer un espíritu inquieto y multifacético, que lo llevó a asumir diferentes roles con la misma pasión. Como poeta, reunió sus poemas en un volumen titulado “Reminiscencias”, que publicó a manera de florilegio personal. Este libro, sin embargo, no parece haber tenido mucha repercusión a la hora de salir de imprenta y pasó desapercibido en los años posteriores. Su autor, incluso, sigue siendo en la actualidad una figura desconocida dentro del ámbito literario platense.

Poeta, periodista, notario, político y soldado

Según los pocos datos que pueden recolectarse, Carlos Augusto Fajardo nació en San Carlos (Maldonado, Uruguay) el 10 de agosto de 1830 y murió en La Plata el 20 de agosto de 1920. Fue el sexto de los doce hijos (cinco fallecidos en la infancia) que tuvo el matrimonio compuesto por Juan Plácido Fajardo Amat y Cristina Vicenta Núñez, ambos de origen uruguayo. En su país manejó una imprenta y fue legislador hasta que, cumplidos los 27 años, se vio obligado a emigrar a Buenos Aires por razones políticas. El mismo camino siguió su hermano Heraclio Claudio Fajardo (1833-1868), poeta y dramaturgo, autor del libro de poemas “Arenas del Uruguay” y de piezas teatrales como “Cruz de azabache”, “La indígena”  y “Camila O' Gorman”.  
Por aquellos años, más precisamente a fines de la década de 1850 y comienzos de la siguiente, nuestro país estaba embarcado en una guerra fratricida entre la llamada Confederación Argentina, que respondía al general Justo José de Urquiza, y la Provincia de Buenos Aires, que, tras declararse en rebeldía, había confiado su ejército al mando del coronel Bartolomé Mitre. Una vez en Buenos Aires, Carlos Augusto Fajardo se alistó en el ejército mitrista y llegó a combatir contra las tropas confederadas en las batallas de Cepeda y Pavón, cuya consecuencia final fue la unificación de todas las provincias. En “Reminiscencias”, el poeta hace alusión a esas batallas en dos ocasiones e, incluso, traza un retrato de Mitre en un poema fechado en La Plata el 30 de mayo de 1884.
Luego de los hechos narrados, Fajardo abandonó las armas y se casó con Ricarda Ortega en 1862. De la unión con esta mujer, de nacionalidad argentina, nacieron seis hijos, que le inspiraron sencillos y emotivos versos. Entonces, el sitio elegido para su hogar fue la ciudad bonaerense de Chivilcoy, donde instaló una imprenta y fundó con don Miguel Calderón el periódico “La Campaña”, órgano primigenio de la prensa local, cuyo primer número vio la luz el 18 de marzo de 1875. Debido a problemas económicos, el periódico dejó de aparecer en octubre de 1876. En Chivilcoy, asimismo, Fajardo se desempeñó como escribano –fue el primero en su profesión en esa ciudad–, intervino en la función pública y enriqueció con su aporte la vida cultural chivilcoyana. 


Anfiteatro Martín Fierro en el Paseo del Bosque. En esta zona estuvo ubicada la vivienda que Carlos Augusto Fajardo ocupó dos meses y medio antes de la fundación de La Plata




A poco de repasar su trayectoria, se ve también que entabló relaciones con personalidades destacadas de la política argentina; entre ellas, Dardo Rocha, Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, que lo designó, el 18 de agosto de 1882, Juez de Paz de la que sería, pocos meses después, la nueva capital bonaerense. En cumplimiento de ese mandato, el 30 de agosto del mismo año, Fajardo dejó Chivilcoy y se mudó con su familia a una vivienda ubicada en la zona del actual Anfiteatro Martín Fierro, en el corazón del Bosque de La Plata. Comenzó, así, su experiencia platense, que se prolongó sin interrupciones a lo largo de 38 años, durante los cuales vio crecer a sus hijos y sus nietos y asistió al impetuoso desarrollo urbano.
Según apunta José María Rey en su libro “Tiempo y fama de La Plata”, Fajardo fue un Juez de Paz bastante especial, ya que su potestad se extendía a tareas policiales y municipales. Se sabe, además, gracias a testimonios orales y una carta que envió a Francisco Uriburu el 5 de marzo de 1897, que vivió, en cierto momento, en calle 9 N° 1157, esquina 56.

Una bisnieta platense 

Al parecer, “Reminiscencias” es el único libro –ausente en librerías, bibliotecas y vidrieras virtuales– dado a la imprenta por Fajardo. Afortunadamente, un ejemplar del mismo se halla en poder de una bisnieta del autor, Miruh Almeida, que lo atesora con entrañable celo. Miruh, que es poeta y artista plástica, nació en La Plata el 5 de mayo de 1924 y reside en City Bell. Hoy, con sus lúcidos 90 años, tiene tres libros publicados: “Los duendes están solos” (relatos y poemas, 1993), “Una verde mentira” (poemas, 2001) y “Caballos blancos” (poemas, 2008). Aunque breve, su obra recibió comentarios elogiosos de Rafael Felipe Oteriño, Norberto Silvetti Paz, Alfredo Veiravé, Dolores Etchecopar, Osvaldo Ballina y Hugo Mujica. 









Miruh Almeida entre libros y retratos de sus antepasados





Para más precisión, Mirhu desciende de Carlos Augusto Fajardo por vía paterna: es hija de Eleasar Almeida y nieta de Ricarda Fajardo de Almeida. En 1954 contrajo matrimonio con Rodolfo Luna, con el que tuvo cinco hijos: tres mujeres y dos varones. Una de sus hijas, Felicitas, estuvo casada con el poeta Guillermo Lombardía, fallecido en 2007. Miruh tiene, además, diecisiete nietos y numerosos bisnietos, y es tía de otro poeta, también fallecido: Gustavo Javier Almeida (1953-2013).











Miruh Almeida en la galería de su casa de City Bell





Al igual que las casas vecinas, la suya está rodeada de altos y frondosos árboles. En su interior, dispuestos en pequeñas constelaciones sobre las paredes, hay cuadros de formas heterogéneas –entre ellos, ovales y redondos–, que enmarcan retratos de antepasados y crean una atmósfera evocadora. Un retrato, en particular, permite leer en letra cursiva bajo el vidrio: Heraclio C. Fajardo. Por supuesto, no falta en la casa una gran biblioteca, en cuyos anaqueles conviven amistosamente libros, revistas, carpetas, objetos diversos y una fotografía en blanco y negro desde la que sonríen, pegados a Miruh, los poetas platenses Gustavo García Saraví, Estela Calvo y Ana Emilia Lahitte.

Estilo romántico

Volviendo a “Reminiscencias”, cabe agregar que el libro tiene noventa páginas y fue editado por Jacobo Peuser en 1893. Su formato es de 11,5cm x 18cm. Aunque parezca extraño, en la tapa no aparecen los nombres ni el apellido del autor sino tan sólo sus iniciales. En la parte inferior, en cambio, figuran las direcciones comerciales de la casa editora en Buenos Aires (San Martín, esquina Cangallo) y en La Plata (Independencia –primera nomenclatura que tuvo la avenida 7–, esquina 53). Si bien el libro carece de pie de imprenta, es muy probable que haya sido impreso en un establecimiento platense.
En lo esencial, “Reminiscencias” incluye veintisiete poemas numerados con dígitos romanos que anteceden al título. El poema más antiguo está fechado en San Carlos en 1850 y, el más reciente –no consta el sitio–, en diciembre de 1891. Sólo hay uno fechado en La Plata: el referido, como fue dicho anteriormente, a Mitre. Otros lugares de creación consignados son Montevideo, Buenos Aires, Cepeda, Chascomús, 25 de Mayo y Chivilcoy. 
Por lo demás, todo el libro revela un fuerte tinte romántico, que pone de manifiesto el espíritu apasionado del autor. Sujetos a la normativa y los moldes tradicionales, los temas abarcados son muy diversos, pero predominan los que tienen que ver con los afectos familiares, las mujeres amadas –casi siempre idealizadas– y las causas patrióticas.













Tapa de “Reminiscencias”, 
de Carlos Augusto Fajardo 
(Casa Editora de Jacobo 
Peuser, 1893)







A su hija Laura, por ejemplo, Fajardo le consagra estos versos: “¡Oh Laura idolatrada! ¡Oh hija mía!/ ¡Que de Dios la magnética mirada/ se pose sobre ti, y tu existencia/ Bañe de luz, de amor y de esperanza!”.
También su esposa es motivo de inspiración y ofrenda: “Cinco años hace que a tu amor yo debo/ La paz y la ventura que he soñado;/ ¡Y hasta hoy mi labio no te ha dicho todo/ Cuanto yo te amo!”.  Del mismo tenor son las líneas que siguen: “Errante, sin hogar, soldado obscuro,/ Tú no sabes quién soy... ¿Sé yo quién eres?/¡Qué importa! ¡El cáliz del dolor que apuro/ Has podido trocármelo en placeres/ Con el aliento de tus labios puro”.
Muy sugestivas resultan, igualmente, las imágenes e impresiones relacionadas con la guerra. En un breve poema, escrito el 23 de octubre de 1859, día de la Batalla de Cepeda, mientras esperaba entrar en combate, Fajardo desliza con ánimo templado: “De enemigas legiones ya refleja/ El brillo de las armas. Lenta, tarda,/ La muerte se aproxima. Ni una queja/ Pronuncia mi alma, que serena aguarda./ ¡Adiós! Y si es por siempre, ¡adiós, Ricarda!”.
“Campamento en el Rosario” es otro poema con aristas castrenses. Compuesto a pocas semanas de producida la Batalla de Pavón, el 17 de septiembre de 1861, deja traslucir en su primera estrofa la lóbrega quietud de un intermedio bélico: “¡Todo es tristeza...! En el campo/ Se oye el toque de silencio;/ Por intervalos la lluvia/ Bate la tienda de lienzo,/ Que en ráfagas desiguales/ Sacude lúgubre el viento;/ Y en tinieblas, como mi alma,/ Ni una estrella tiene el cielo.../ Sólo allá en el horizonte,/ Como una curva de fuego,/ la luna rompe las sombras/ Para mostrarse un momento...
Los cuatro poemas finales de “Reminiscencias” conforman el “Apéndice” del libro y exponen el disgusto y la ira del autor frente a la corrupción, el despotismo y la miseria de una época no precisada de la patria. Son proclamas admonitorias que tienen a los héroes de antaño como paradigma: “¡Oh manes de Moreno y de Belgrano,/ De Pueyrredón y San Martín! ¡Oh manes/ De egregios ciudadanos, que nos dieron/ Progreso y libertad y patria grande!/ ¡Interrumpid el sueño de la muerte/ Y erguíos de la tumba en los umbrales!/ ¡Surgid, almas gloriosas, del sepulcro/ A maldecir esta parodia infame!

Cuadernos y cartas

No es arriesgado suponer que, luego de publicar “Reminiscencias”, Fajardo siguió escribiendo poesía; hay indicios de que fue así. En un artículo periodístico, César Corte Carrillo asegura haber tenido en sus manos varios cuadernos suyos conteniendo “poemas veinteañeros de su tierra natal y de otras épocas y lugares de su larga vida”, caracterizados por “la diversidad de temas y formas que no excluyen la sátira partidista y el tono gauchesco”.







Carta de Carlos Augusto Fajardo a Dardo Rocha fechada en La Plata el 25 de febrero de 1896.




Miruh Almeida, por su parte, posee copia de un puñado de cartas que Fajardo escribió entre 1880 y 1897. Algunas de esas cartas –la mayoría fechada en La Plata– están dirigidas a conocidas figuras de la historia argentina, como Julio Argentino Roca, Dardo Rocha, Carlos Pellegrini y Leandro N. Alem. De la carta enviada a este último, se desprende que adhirió con fervor al radicalismo. Lo confirma el texto de una conferencia titulada “Honradez política”, que pronunció el 7 de febrero de 1896 en un comité de la Unión Cívica Radical en La Plata, en uno de cuyos párrafos señala: “El partido Radical, hoy como antes y siempre, desde su glorioso advenimiento, irá a los comicios exento de la impureza del fraude, y vencerá en ellos por la virtualidad de la razón pública y el patriotismo argentino”.
Como se ve, Fajardo fue un hombre de ideas comprometidas y preocupado por el destino de la patria que le dio cobijo. En todos los lugares en que vivió, se involucró en los procesos políticos, sociales y culturares de manera activa, dejando algún rastro personal. Mientras tanto, no descuidó su pasión por la poesía.
Hoy suele reconocérselo como el primer escribano y el primer funcionario radicado en La Plata. Cabría añadir que fue también el primer poeta que tuvo esta ciudad.           

César Cantoni
La Plata, 3 de mayo de 2015


Latencia: poesía y dictadura
















En la Argentina, los años 70 fueron utópicos y trágicos al mismo tiempo. La aspiración de construir un mundo mejor, que llevó a algunos grupos a abrazar la lucha armada, desembocó, tras el golpe militar del 24 de marzo de 1976, en un mundo bastante peor, signado por el terrorismo de Estado. Muchos de los que apostaron a los ideales revolucionarios pagaron su elección con el silencio, el ostracismo, la cárcel, la tortura o la muerte. En este aspecto, los argentinos tenemos el triste mérito de haber universalizado una nueva categoría de ciudadanos: los desaparecidos. La Plata, cuyo carácter universitario contribuyó a nutrir ideológicamente a los cuadros militantes, sufrió con singular ensañamiento la represión castrense.
A principios de la década en cuestión, y pasando al ámbito estrictamente literario, la narrativa seguía disfrutando el llamado “boom latinoamericano”(1), mientras que la figura gigantesca de Pablo Neruda dominaba, por su parte, la escena poética. Neruda era un poeta emblemático en todo sentido: por su vida y por su obra. Su poesía, difundida y reconocida universalmente con el Premio Nobel en 1971, tenía múltiples atractivos para los jóvenes que empezábamos a deletrear sueños y versos; entre ellos, la sintonía amorosa y el registro social. Más allá de la existencia de otros creadores igualmente valiosos, Neruda era, por entonces, el poeta de mayor influencia de la lengua española.
En medio del fervor revolucionario y el avasallante despliegue de la creación nerudiana, La Plata aparecía dentro del contexto poético nacional sin perder su tradicional fisonomía, pero mostrando algunas expresiones renovadoras. Junto al tono elegíaco de su poesía, acuñado por la generación del 17(2) y refrendado por la generación neorromántica del 40(3), se alistaban ahora las voces personales de Horacio Preler y Horacio Castillo, mientras que la camada de poetas sesentistas ya dejaba avizorar los nombres de Osvaldo Ballina, Rafael Felipe Oteriño y Néstor Mux. En aquel momento, Roberto Themis Speroni, que había muerto en su madurez creadora en la primavera de 1967, era una figura ampliamente reconocida; sobre todo, después de la aparición de “Roberto Themis Speroni”, una antología de su poesía édita e inédita, compilada por Ana Emilia Lahitte y editada en dos tomos (1973 el primero y 1975 el segundo) con el patrocinio del Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires(4).
Cabe agregar que La Plata no tenía, en la primera mitad de los años 70, una bohemia literaria que hiciera demasiado ruido. Tampoco había grupos predominantes ni revistas de poesía que definieran una línea o marcaran un rumbo. Si bien la producción poética era cuantiosa y de alta calidad, los poetas se movían independientemente y a regular distancia de las modas y los experimentos vanguardistas, como ha sido habitual en la ciudad, salvo contadas excepciones. Por lo demás, la actividad institucional pasaba por la filial local de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) y la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires (SEP), que anualmente premiaban con sus “fajas de honor” la producción édita e inédita de los autores de la región.
Tal era el cuadro de situación cuando, a mediados de 1974, se da a conocer el grupo Espantapájaros, cuyo nombre rinde tributo a Oliverio Girondo, autor del poema homónimo. El grupo estaba integrado por Atilio Chiesa(5), Gustavo Javier Almeida y Ernesto Girard, los cuales publicaron, con regularidad mensual, una pequeña hoja de poesía caligrafiada por el último de los nombrados, que alcanzó los seis números. Con el sello Ediciones de Espantapájaros apareció, asimismo, a comienzos de 1976, el primer libro de Almeida, titulado “Andarín”. Poco después, el grupo se disolvió y Girard se convirtió en editor, llegando a publicar con el sello que lleva su nombre alrededor de treinta libros, entre los cuales se hallan algunos de los títulos más notorios de las letras platenses. Su último trabajo editorial es “Cuadernos orquestados”, una colección de poesía dirigida por Abel Robino, que incluye once cuadernillos publicados entre 2005 y 2009(6).

1977. Primeros pasos

Espantapájaros es el antecedente inmediato del que sería poco después el Grupo Literario Latencia, creado y dirigido por Abel Robino, poeta y artista plástico nacido en Pergamino en 1952. Incluso, algunos integrantes del primero estuvieron vinculados estrechamente con el segundo.
Cuando Robino se afincó en La Plata en diciembre de 1973 para estudiar en la Facultad de Bellas Artes, ya había fundado en su ciudad natal con María Rosa Apesteguía el Grupo Literario Pergamino, al que luego se sumaron otros poetas. Antes, entre 1971 y 1972, había vivido en Chile y había acompañado en su lucha a los jóvenes trasandinos de la Unidad Popular, la coalición de partidos políticos de izquierda y centro-izquierda que condujo a la presidencia de aquel país a Salvador Allende.
Familiarizado con el trabajo colectivo y llevado por su espíritu emprendedor, Robino decidió trasladar su experiencia a La Plata y armar un grupo literario con poetas noveles del lugar. La ocasión para reclutar a estos últimos se presentó durante una lectura de poemas de la cual participaron, además de Robino, Patricia Coto, Ricardo Klala y Silvia Nora Sciommarella. Dicha lectura, organizada por la SADE local(7), se desarrolló, aproximadamente, entre fines de mayo y principios de junio de 1977(8) en el Jockey Club y contó con la coordinación de Horacio Preler. 





4 de junio de 1977. Salón Dorado del Palacio Municipal. Presentación de la Antología Poética Bonaerense. Ed. Fondo Editorial Bonaerense. Centro: C. Cantoni y A. Ligaluppi



En los días posteriores, Robino, Coto, Klala y Sciommarella comenzaron a reunirse con el fin de asignarle un perfil al grupo, fijar un marco de acción y acordar un nombre, que, en definitiva, fue “Latencia”. Para decirlo metafóricamente, “Latencia” alude al carácter de lo que está dormido y amaga despertar; es la semilla nueva que reposa en la tierra con la promesa de ofrecer alguna vez sus frutos.
Sin embargo, no todo marcharía sobre rieles. El grupo se hallaba en plena gestación cuando un hecho luctuoso lo golpeó sin piedad: el 29 de julio de 1977, Sciommarella, que estaba embarazada, muere en un accidente de tránsito en el camino General Belgrano, tras haber asistido a un acto literario(9) en Buenos Aires. En su corta existencia, esta poeta no llegó a publicar ningún poemario, pero su obra inédita la hizo acreedora de varias distinciones; entre ellas, el primer premio de la Dirección de Cultura de la Municipalidad de La Plata correspondiente al período 1974/75. Así, con su muerte impensada, se apagaba una voz promisoria de la poesía platense.
Todavía sacudido por la tragedia, el grupo incorporó a Deidamia Martín y resolvió publicar un libro con poemas de sus cinco integrantes. El libro, que lleva prólogo de Horacio Preler y se titula “Adiós, pequeño”, en homenaje a Sciommarella y el bebé frustrado, se terminó de imprimir el 22 de diciembre de 1977 en un taller de Pergamino y se presentó el 25 de marzo del año siguiente en la Biblioteca Central de la Provincia de Buenos Aires, en La Plata.
Ya desde el arranque, una de las características de Latencia fue la de ser un grupo interdisciplinario, lo que le permitió entablar un diálogo enriquecedor con creadores ligados a otras expresiones del arte, como la pintura y la fotografía. Ese diálogo y la permeabilidad manifiesta entre los distintos protagonistas facilitaron, en primer término, la realización de un trabajo en común con el artista plástico Raúl Ibarra y el fotógrafo Abelardo Martínez, que ilustraron con dibujos y fotografías, respectivamente, poemas de todos los integrantes del grupo. El trabajo conjunto fue expuesto el 18 de septiembre de 1977(10) en la denominada Fiesta de las Artes, organizada por la Galería Nelly Tomás(11) con el fin de recaudar fondos para la Cooperadora del Hospital Noel Sbarra y celebrar el advenimiento de la primavera.






Septiembre de 1977. Galería Nelly Tomás. Fiesta de las Artes. R. Klala, D. Martín, A. Robino y P. Coto


















10 de diciembre de 1977. Plaza Italia. Segunda Fiesta de las Artes. A. Martínez y A. Robino




Seguidamente, el grupo incorporó a Graciela Buceta y clausuró la labor del año con la presentación del libro “Pensado en otoño”, de Horacio Laitano, amigo y coterráneo de Robino. El acto se realizó el 10 de diciembre en la Biblioteca Central de la Provincia de Buenos Aires y contó con la muestra de poemas ilustrados ya exhibida en la Fiesta de las Artes.

1978. Luces y sombras

Al comenzar 1978, Deidamia Martín dejó el grupo y éste se abrió a nuevas incorporaciones. Nos sumamos, entonces, Atilio Chiesa, Aníbal Amat, Ingrid Creimer, que se desvinculó rápidamente, y yo. A esa altura, Latencia era un grupo heterogéneo en el que convivían las voces y corrientes más diversas. Amat, por ejemplo, admiraba fervientemente a Borges; Coto expresaba un lirismo de raíz española, Chiesa venía de Neruda, y Robino y yo, que también habíamos abrevado en el vate chileno, terminamos recalando, tras abordar algunas experiencias vanguardistas, en la poesía norteamericana. El grupo no tenía, por otra parte, vocación parricida. No pretendía llamar la atención defenestrando a nadie ni lanzando proclamas irreverentes contra la tradición. En general, la idea era hacer pie en los grandes referentes contemporáneos y, a partir de ellos, emprender una búsqueda expresiva renovadora, coincidente con las transformaciones y el lenguaje de la época.
Las reuniones “oficiales”, por llamarlas de alguna forma, se llevaban a cabo en la casa de Coto, que tenía un frondoso jardín junto a la calle. Así, apenas trasponíamos la puerta de entrada, una explosión vegetal nos recibía con su diversidad de verdes y de flores. Luego ascendíamos unos pocos peldaños y una segunda puerta nos franqueaba el paso a una sala espaciosa con una mesa grande, en torno de la cual debatíamos ideas, proyectos y sueños compartidos. A veces, también leíamos poemas propios y ajenos y los desmenuzábamos críticamente como en un taller de escritura.
Fuera de aquellas reuniones puntuales y periódicas, algunos compañeros solíamos encontrarnos, de manera informal, en la pieza que Robino compartía con Martínez: “un agujero en pleno centro”, según el primero. El “agujero” se hallaba en la planta alta de una vieja casona que parecía desmoronarse, situada sobre la calle 6, entre 46 y 47. (Abajo –todavía lo recuerdo–, había un bar que tenía un naranjo amargo frente a la puerta.) Para más datos, la pieza de marras, a la que se accedía mediante una escalera de madera destartalada montada en un pasillo, funcionaba, además, como taller de pintura y fotografía donde Robino y Martínez desarrollaban sus tareas artísticas, por lo que siempre reinaba en ella un gran desorden.


  















Invierno de 1978. Departamento de A. Robino. C. Cantoni y A. Robino








2 de junio de 1978. Departamento de A. Robino. A. Chiesa, E. Girard y A. Robino



Otras veces, Robino venía a mi casa en bicicleta o bien nos reuníamos con Chiesa en el departamento de éste, donde era común que estuviera Girard. Allí, entre vasos de vino y una picada como cena, permanecíamos charlando entusiastamente hasta la madrugada. Sí, charlábamos de fútbol, de poesía, de mujeres, de arte, de política...





Invierno de 1978. Departamento de A. Chiesa. E. Girard, A. Robino, A. Chiesa y G. J. Almeida




En cuanto a Latencia, ese año el grupo se abocó a organizar, en los días de verano, el Primer Encuentro de Poetas Jóvenes de La Plata, para lo cual lanzó una convocatoria a través de los medios gráficos de la ciudad. La respuesta fue masiva y el Encuentro se concretó el 4 de marzo en el Círculo de Periodistas de la Provincia de Buenos Aires con la participación de una treintena de poetas no mayores de 30 años, entre los cuales se hallaban Norberto Antonio, Guillermo Pilía, Juan Carlos Gago y Marcela Montenotte. De inmediato, Gago y Montenotte se plegaron al grupo, que comenzó a planificar nuevas actividades.




4 de marzo de 1978. Círculo de Periodistas de la Provincia de Buenos Aires. Primer Encuentro de Poetas Jóvenes de La Plata. P. Coto, C. Cantoni, A. Chiesa, A. Robino, G. Buceta, R. Klala y A. Amat














4 de marzo de 1978. Círculo de Periodistas de la Provincia de Buenos Aires. Primer Encuentro de Poetas Jóvenes de La Plata. C. Cantoni y A. Robino.



Invierno de 1978.  Departamento de A. Robino (puerta de calle). Encuentro con Horacio Castillo. C. Cantoni, R. Klala, A. Robino, H. Castillo, P. Coto, A. Chiesa, G. Buceta y J. C. Gago




Poco después, el 22 de mayo, el grupo rindió homenaje a Francisco López Merino con motivo de cumplirse ese día el quincuagésimo aniversario de su muerte (un disparo en la sien por mano propia lo había arrancado del mundo en plena juventud). El acto, organizado por la SADE local y la SEP, tuvo lugar en el Paseo del Bosque, frente al busto de bronce que recuerda al poeta. En la oportunidad, habló Horacio Ponce de León y los “integrantes del grupo juvenil Latencia”, como reza una crónica periodística de la época, leímos poemas del autor de “Tono menor” y “Las tardes”.


9 de septiembre de 1978. Salón Dorado del Palacio Municipal. Presentación de la Antología Poética Hispanoamericana., Ed. Fondo Editorial Bonaerense. R. Dalceggio, H. Laitano, A. Fante, N. Nóbile, A. Robino, S. Rossi, C. Cantoni, A. Chiesa, R. Klala y P. Coto






9 de septiembre de 1978. Salón Dorado del Palacio Municipal. Presentación de la Antología Poética Hispanoamericana, Ed. Fondo Editorial Bonaerense. C. Cantoni y A. E. Lahitte



Paralelamente al trabajo desarrollado por el grupo, Robino, Amat y yo publicamos una hoja de poesía bautizada “Guión”, de la cual aparecieron dos números: el primero, en mayo, con poemas de Sciommarella, y el segundo, en septiembre, con poemas de Chiesa. La hoja, cuyo nombre fue extraído azarosamente del diccionario, contó con la diagramación y el cuidado habitual de Girard.
En medio de ambas publicaciones, Robino viajó a La Habana para participar, entre el 28 de julio y el 5 de agosto, en el XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, que congregó a 18.500 jóvenes en representación de 145 países. En el marco del Festival, cuyo lema era “la solidaridad antiimperialista, la paz y la amistad”, Robino leyó poemas de todos los integrantes de Latencia.
En ese momento, en la Argentina, la represión desatada por la dictadura continuaba sin tregua. Las manifestaciones culturales generaban desconfianza en el poder y todos éramos sospechosos. No es de extrañar por eso que, al volver al país, Robino se convirtiera en una víctima más de la persecución ideológica imperante. En septiembre, su domicilio fue allanado por la policía, que se llevó todo lo que encontró, empezando por los libros, entre los que se hallaba “Retratos y autorretratos”, un volumen de las fotógrafas Sara Facio y Alicia D’amico, con textos e imágenes de autores latinoamericanos, publicado por Crisis en 1973, que yo quería entrañablemente y que le había prestado.
Tras el allanamiento, Robino fue detenido y el grupo no tuvo noticias de él durante varios días, hasta que, finalmente, apareció recluido en la Unidad Carcelaria Nº 9 de La Plata a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Luego de ser sometido a Consejo de Guerra(12), su causa derivó a la Justicia Civil, que terminó devolviéndole la libertad a fines de 1979. Paradójicamente, al desencadenarse la guerra de Malvinas, el Ejército pretendió reclutarlo en su carácter de Subteniente de Reserva, condición que le había dejado el Servicio Militar Obligatorio.
Al momento de ser detenido, Robino acababa de publicar de la mano de Ernesto Girard Editor su primer libro: “Obsesión”. Casi inmediatamente, salieron a la luz con el mismo sello los libros iniciales de otros compañeros del grupo, a saber: “Libro del vigía”, de Patricia Coto; “Reconciliación”, de Juan Carlos Gago y “Confluencias”, de mi autoría. Todos ellos se expusieron, al año siguiente, en la V Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, en el stand de la editorial Botella al Mar.
Como es fácil imaginar, la detención de Robino trajo tiempos poco felices para los integrantes del grupo. No obstante, más allá de la angustia suscitada por ella y la creciente incertidumbre por nuestro destino personal, no nos desanimamos y seguimos reuniéndonos sin alterar la conducta de rutina. Vanas resultaron las gestiones que entonces realizamos para interiorizarnos de la suerte y el futuro inmediato de Robino: en todos los casos, la respuesta encontrada fue la ignorancia o el desentendimiento.
Por tal motivo, al acercarse fin de año, el grupo sintió el deber de reconocer a los poetas que siempre lo apoyaron sin reticencia, para lo cual organizó un sencillo acto de homenaje que se desarrolló, con la colaboración de Haydée Kramer, el 13 de diciembre en el Salón Dorado del Jockey Club. Los poetas homenajeados fueron: Ana Emilia Lahitte, Horacio Preler, Horacio Castillo, Matilde Alba Swann, Atilio Milanta, Jorge Héctor Paladini, Lázaro Seigel, Josefina de Barilari, Jolie Castagnet y Oscar Luciani(13).
Poco antes de dicho homenaje, dos hechos casi simultáneos habían afectado al grupo: el alejamiento de Amat y la incorporación de Carlos Caramello.
Por último, para cerrar la actividad anual y con Robino en la cárcel, el grupo presentó “Obsesión” el 22 de diciembre en la sede de la SADE central, en Buenos Aires.

1979. Fin de ciclo

Durante el verano de 1979, el grupo incorporó, sucesivamente, a Marta Glineur, Silvina Lozano, Alcira Vallejo y Juan Carlos Iribarne, con los cuales se lanzó de lleno a organizar un nuevo evento: la Primera Feria Exposición del Libro Platense. El propósito de la Feria, cuya realización fue fijada para los días 26, 27 y 28 de abril, era, como se desprende del programa impreso, “quebrar el hábito de la no-lectura”, facilitar el acceso a la literatura local, no siempre presente en las librerías, y permitirle al lector “el diálogo sin obstáculos con los autores”. A fin de precisar aún más sus alcances, el diario El Día publicó el 3 de abril una entrevista a Coto, Gago y Glineur, en la que estos expresaban la necesidad de llegar con la poesía a un público mayor al que era habitual encontrar en los actos literarios. Así, para que cualquier ciudadano pudiera toparse con “los libros abiertos en la calle”, como se había propuesto el grupo, la Feria iba a ser instalada al aire libre, en los jardines de la Universidad Nacional de La Plata, pero, imprevistamente, el permiso fue retirado por las autoridades de ésta.
Frente al rechazo oficial, el grupo se vio obligado a buscar en el ámbito privado el espacio que le permitiera llevar adelante su iniciativa, siendo el Club Universitario el que le abrió sin vacilar las puertas. De esta forma, la Feria se inauguró exitosamente el 26 de abril con numeroso público y una vasta exposición de libros nuevos y antiguos, revistas y manuscritos de autores fallecidos. Sin embargo, al día siguiente, cerca del mediodía, la policía irrumpió por sorpresa en el lugar, levantó la Feria y se llevó detenidos a Gago y Caramello, que, en ese momento, tenían a su cargo las mesas y paneles de exhibición. Por fortuna, luego de permanecer varias horas en una comisaría de la ciudad, los compañeros fueron liberados.




26 de abril de 1979. Club Universitario. Inauguración de la Primera Feria- Exposición del Libro Platense. E. Girard y L. Seigel





26 de abril de 1979. Club Universitario. Inauguración de la Primera Feria- Exposición del Libro Platense. E. Girard y G. J. Almeida



A partir de entonces, la imposibilidad de realizar actos públicos sin contratiempos eventuales y el desgaste producido por la sensación constante de acosamiento, hicieron que el grupo fuera raleando sus reuniones y terminara por disolverse, con lo cual quedaron pendientes de concreción varios proyectos que habían ido madurando en los últimos meses; entre ellos, la publicación de una revista y el Primer Encuentro de Escritores de la Provincia de Buenos Aires.
Como ya dije, Robino recuperó la libertad a fines de 1979 y en 1982 se trasladó con su familia a Francia, país donde reside en la actualidad. Los demás integrantes del grupo(14) tomamos, por imperio de la vida, caminos diferentes: unos abandonaron para siempre la creación poética y otros, aún hoy, continuamos escribiendo, encontrándonos y honrando la amistad sólidamente edificada, entre sueños, poemas y dolores, al correr de los años 70.

En síntesis

Latencia fue, en síntesis, un grupo literario heterogéneo, cuyos integrantes creímos que no hacía falta matar a nuestros mayores para crear una obra poética propia. Sabíamos que, como suele decirse, a la literatura no se entra golpeando la puerta, sino tirándola abajo; pero también entendíamos que, en este último caso, había que tener cuidado de no derribar, al mismo tiempo, el edificio entero.
La heterogeneidad literaria expresada se correspondía, asimismo, con posturas filosóficas, religiosas y políticas disímiles, que nos permitían a los integrantes del grupo disentir democráticamente, sin hegemonías ni imposiciones de ninguna índole.
Latencia nació en un momento trágico del país, en que el poder fundamentalista podía disponer de la vida y la libertad de las personas a su entero arbitrio, y en una ciudad como La Plata, caracterizada por la alta jerarquía de sus poetas, pero que, luego de la disolución de Espantapájaros, no contaba con actividad grupal alguna. Su actuación se extendió a lo largo de casi dos años, durante los cuales realizó actos de distinto tenor y estrechó vínculos con artistas de diversas áreas y de todas las edades; en particular, con Horacio Preler y Horacio Castillo, con los que mantuvo varios encuentros y entrevistas.
Cuatro integrantes de Latencia publicamos nuestro primer libro en plena dictadura, al igual que la mayoría de los compañeros de generación a nivel nacional. Esta circunstancia hizo que los poetas jóvenes de los años 70 fuéramos calificados por algunos como “los poetas de la dictadura”. Otros, teniendo en cuenta que padecimos las consecuencias de la represión y resistimos desde el lugar de la poesía, prefieren hablar de “los poetas de la resistencia”. Más allá de estos intentos de rotulación y encasillamiento a que nos tiene acostumbrados la literatura y que nunca resultan totalmente exactos, los poetas setentistas fuimos, por cierto, parte de una generación utópica que creyó en la posibilidad de construir un mundo más fraternal y equitativo; que empezó a participar en la vida cultural poco antes del golpe militar de 1976, y que, producido éste, terminó envuelta en una vorágine de horror insospechado.
La valoración literaria y la asignación del lugar que le corresponde a cada uno de los protagonistas quedan a consideración de los críticos y lectores que deseen indagar en una de las décadas más controvertidas y apasionantes que nos ha tocado vivir.

Notas

1. El “boom latinoamericano” fue un fenómeno editorial basado en el auge de la literatura de América Latina de los años 60, que permitió conocer en todo el mundo a escritores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Juan Rulfo y Julio Cortázar, entre otros.
2. A los integrantes de la generación del 17, entre los cuales sobresalieron Pedro Mario Delheye (1894-1918), Alberto Mendióroz (1895-1924), Héctor Ripa Alberdi (1897-1923) y Francisco López Merino (1904-1928), también se los conoce como los poetas de “la primavera fúnebre”, expresión acuñada por Rafael Alberto Arrieta, en razón de que todos murieron antes de los 30 años.
3. Entre los poetas más destacados de la generación del 40 cabe mencionar a Horacio Ponce de León (1913-1999), Alberto Ponce de León (1917-1976), Horacio Núñez West (1919), Gustavo García Saraví (1920-1994), Norberto Silvetti Paz (1921-2005), Ana Emilia Lahitte (1921) y Roberto Themis Speroni (1922-1967).
4. En 1982, la Municipalidad de La Plata y el Colegio de Escribanos de la Provincia de Buenos Aires reeditaron la obra en un solo tomo con el título “Speroni, poesía completa”.
5. Atilio Chiesa fue el director del grupo y el que sugirió su nombre.
6. Los once cuadernillos, conteniendo poemas de Abel Robino, César Cantoni, Osvaldo Ballina, Horacio Preler, Gustavo Caso Rosendi, Guillermo Lombardía, Osvaldo Picardo, Rafael Felipe Oteriño, Patricia Coto, Néstor Mux y Horacio Castillo, fueron reunidos en el libro “Cuadernos orquestados”, tomo I, publicado por Ediciones Al Margen en 2010. Posteriormente la colección dio a conocer tres nuevos cuadernillos con poemas de Norberto Antonio, Norma Etcheverry y Guillermo Pilía.
7. En ese momento, el presidente de la filial platense de la SADE era Atilio Milanta.
8. La lectura de poemas se desarrolló alrededor del 4 de junio de 1977, fecha en que se presentó en el Salón Dorado del Palacio Municipal la “Antología Poética Bonaerense”, publicada por la SADE local, en la que estaban incluidos Robino, Coto, Klala y Sciomarella, y en virtud de lo cual estos fueron invitados a integrar el panel.
9. El acto literario, al que también concurrieron Robino y Klala, fue la presentación de la “Antología Poética Bonaerense” antes mencionada.
10. La Fiesta de las Artes se realizó el sábado 18 o el sábado 25 de septiembre de 1977. Muy probablemente la fecha correcta sea la primera, ya que uno de los motivos del evento era celebrar el arribo de la primavera. Los sábados 10 y 17 de diciembre del mismo año, organizada también por la Galería Nelly Tomás, se llevó a cabo en Plaza Italia la Segunda Fiesta de las Artes, de la que participaron, independientemente del grupo, Abel Robino y Abelardo Martínez.
11. La Galería Nelly Tomás estaba ubicada, entonces, en la calle 46 entre 8 y 9. Para la realización de la Fiesta de las Artes se cortó la calle y los poemas ilustrados fueron expuestos en la vereda.
12. Durante la dictadura, muchos presos políticos fueron sometidos a Consejos de Guerra Especiales, que eran una aberración en sí mismos, para dar apariencia de legalidad a los atropellos cometidos.
13. En el curso del acto, Haydée Kramer leyó poemas de Ana Emilia Lahitte, Horacio Castillo, Matilde Alba Swann y Oscar Luciani, que no pudieron estar presentes.
14. Marcela Montenotte falleció en Mar del Plata a mediados de la década pasada.

La Plata, diciembre de 2011

César Cantoni

Todas las fotos incluidas en este artículo, con excepción de las fechadas "4 de junio de 1977" y "10 de diciembre de 1977", fueron tomadas por Abelardo Martínez.
Este artículo fue publicado en La Pecera, Prometeo Digital, Diagonales y Tiempo Argentino.


Homenaje a Horacio Castillo





















El próximo 5 de julio se cumplirá el primer aniversario de la muerte de Horacio Castillo, poeta, crítico, ensayista, traductor, abogado, periodista y miembro de número de la Academia Argentina de Letras y correspondiente de la Real Academia Española, nacido en Ensenada en 1934. Su obra poética recibió los más altos elogios de la crítica y lo hizo acreedor de importantes premios, entre ellos: Premio de la Subsecretaría de Cultura de la Nación (1972), Premio Nacional, Región Buenos Aires (1978), Premio Konex (1993) y Premio Municipal de La Plata (1995).
Castillo se da a conocer publicando “Descripción” (1971), pero es en “Materia acre” (1978), su segundo libro, donde empieza a asomar su verdadera identidad creadora. Luego seguirán “Tuerto rey” (1982), “Alaska” (1993), “Los gatos de la Acrópolis (1998), “Cendra” (2000), “Música de la víctima y otros poemas” (2003) y “Mandala” (2005), este último, un extenso y hermético poema con el que su autor cierra definitivamente una obra concebida, según sus propias palabras, como “un drama del lenguaje”, con su planteo, su desarrollo y su desenlace. A lo largo de ese drama, la poesía de Castillo va evolucionando hacia formas cada vez más complejas, al tiempo que da cuenta de la angustia y la fragilidad humanas con hondura metafísica. Quizá, su inclinación a enmascarar la realidad mediante el recurso de la alegoría, que lo induce a componer curiosos mitos personales o a recrear episodios de la literatura clásica –en particular de la griega–, sea lo que más diferencia a Castillo de sus colegas contemporáneos. Como él mismo lo explicó alguna vez, dicho recurso se funda en la necesidad de “abstraer” al objeto del poema, despojándolo de todo rasgo accesorio o contingente a fin de presentarlo al lector en su “pura esencia”.
Si bien sus primeros poemas denotan cierto pesimismo existencial, también es verdad que Castillo siempre buscó asignarle a la vida alguna trascendencia, movido, acaso, por la luminosidad del mundo helénico, que tanto dominó su pensamiento. De esta manera, su poesía se fue impregnando, poco a poco, de júbilo creciente, hasta augurar una “primavera” de resurrección “que abolirá todo invierno”, como se desprende de “Diario bizantino”, poema incluido en “Los gatos de la Acrópolis”.
No obstante, a medida que se acerca a la luz, Castillo marcha hacia el silencio. Prueba de ello es “Mandala”, su último y más impredecible poema, en el que la persecución de un lenguaje absoluto que le permitiera expresar lo inefable y que llamó “lo neutro”, lo lleva al extremo de tachar la palabra “palabra” para que sean “las cosas mudas”, como diría Hugo von Hofmannsthal, las que hablen, finalmente. Con este poema, el poeta alcanza una conciencia límite que le impedirá, en adelante, seguir avanzando por el camino del lenguaje y, mucho más aún, desandar el recorrido.
Sin duda, Castillo es hoy una de las voces referenciales de la poesía de entresiglos escrita en la Argentina y, por ende, en La Plata, ciudad que adoptó como suya desde joven. Para recordar su figura y su obra, Horacio Preler y quien escribe hemos organizado un acto de homenaje que se realizará el miércoles 6 de julio a las 19hs. en el Centro Cultural Islas Malvinas (av. 19 y 51). En la oportunidad, hablarán Rafael Felipe Oteriño y Gustavo Martínez Astorino, y leerán poemas del autor homenajeado Gustavo Caso Rosendi, Sandra Cornejo, Patricia Coto, María Cecilia Font, Silvia Montenegro, Guillermo Pilía, Martín Raninqueo y Luis Soulé.  

La Plata, junio de 2011
César Cantoni
Este artículo fue publicado en El Día, Poesía de Rosario y Anotaciones de Horacio Castillo a su poesía y otras notas amigas, de Alfredo Jorge Maxit, La luna Que, Buenos Aires, 2012.
Fuente de la foto: Cinco poetas capitales, Ana Emilia Lahitte, Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 1996. 


Marcas de generación y de género 
en la poesía de Norma Etcheverry




















1

Salvo contadas excepciones, la escritura fue, desde el comienzo, patrimonio exclusivo de los hombres. La organización patriarcal de la sociedad determinaba que el espacio propio de la mujer era el ámbito doméstico y su rol excluyente la maternidad, vedándole, de este modo, toda injerencia política, social y cultural. En lo que atañe a la poesía, la relación de la mujer con la escritura tenía, pues, un carácter absolutamente pasivo: ella era la inspiradora y destinataria de los sentimientos y deseos amatorios de los hombres, que la idealizaban en sus composiciones.
Increíblemente, debieron pasar miles de años para que el sexo “débil” obtuviera alguna reivindicación y pudiera participar de manera más activa en la vida comunitaria y, por ende, tener acceso a la filosofía, las ciencias y las artes. Como puede suponerse, su acercamiento a la poesía se produjo tímidamente y su expresión estuvo signada, durante mucho tiempo, por un lirismo retórico y pudoroso, sin mayor espíritu crítico.
Pero ya entrado el siglo XX, los movimientos juveniles, feministas y de emancipación política que se sucedieron a lo largo del mismo, trajeron aparejada una transformación cultural inédita, que le permitió a la mujer soslayar tabúes, derribar barreras y asumir una actitud más independiente y cuestionadora de la realidad. De esta forma, la mujer fue construyendo, a medida que conquistaba nuevos roles, una mirada y un discurso de sí misma distintos del paradigma femenino impuesto por los hombres desde siempre.
Los últimos sesenta años resultaron decisivos en este sentido. En nuestro país, y ya en el campo de la poesía, la década del ochenta encuentra a la mujer decididamente lanzada a la búsqueda de su propia identidad y avanzando sobre zonas del lenguaje poético que hasta entonces eran propias de los hombres. Como consecuencia, la experimentación formal, la especulación metafísica, el compromiso político, la transgresión y el erotismo se convierten en parte de su nuevo bagaje creador. Sintomáticamente, ya hacía un tiempo que había dejado de llamarse “poetisa” a la mujer que escribía versos para empezar a llamársela “poeta”.
Lo dicho hasta aquí viene a colación porque la poesía de Norma Etcheverry no es ajena a los movimientos generacionales producidos en años recientes con respecto a la escritura, y porque, además, “La ojera de las vanidades”, su nuevo libro de poemas, supone un modo de interpelación al ser femenino y su relación conflictiva con la realidad.

2

Antes de “La ojera de las vanidades”, Etcheverry publicó otros dos libros de poemas: “Máscaras del tiempo” (1998) y “Aspaldiko” (2002). Ya el primero de ellos prefigura las coordenadas poéticas y el escenario histórico y vivencial dentro de los cuales habrá de moverse la autora en adelante. Los temas universales de la poesía son también las preocupaciones de fondo de este libro inicial, a saber: el amor, que para Etcheverry es “Diamante en bruto”, la vida, que “Se hace risa/ grotesco,/ ternura”, la muerte, con la que se codean “las historias personales”, y el tiempo, que vuelve al hombre “huérfano/ absurdo/ despojado/ de lo que fue”. Cabe destacar que la conciencia de la fugacidad es algo que asoma tempranamente en los versos de esta poeta y seguirá acompañando hasta hoy cada una de sus producciones. Para Etcheverry el tiempo es sinónimo de deterioro, destrucción, caducidad; es el monstruo que todo lo devora a su paso y del que sólo se salva provisionalmente la memoria. Así, dice en “Apilando sueños”: “De pronto con los años todo será partículas/ de polvo./ Las fotos. Los encuentros./ El pájaro carpintero atravesando/ la tarde del bosque”. Y agrega en “Piazza Navona”: “Todo es tan fugaz/ que merece cumplirse”. Dada la precaria naturaleza de lo real, y en el afán de destronar al tiempo, Etcheverry buscará en la palabra poética el medio que le permita apresar lo inapresable; vale decir, procurará “ponerle un nombre a lo que sucede/ para atraparlo”, como apunta en el poema “Maldito cielo”. Pero esta función redentora adjudicada a la poesía no es más que una ilusión, una forma complaciente del engaño, y la poeta lo sabe; por eso, en otro poema, “Cae la presa”, concluirá metafóricamente: “En el lenguaje de las palabras/ cae la presa/ débil/ flaca esperanza/ de recuperar islas perdidas”.
Los poemas que conforman el apartado final de “Máscaras del tiempo”, sin renunciar al clima anterior, ponen de manifiesto el compromiso ético de Etcheverry con la suerte del hombre, su apuesta en favor de una sociedad más justa y solidaria, que la lleva a expresar en “Nos-Otros”: “Mi amor por este país me está matando”. Una confesión semejante, dictada por el mismo sentimiento, puede leerse también en “Lo de siempre”: “La verdad es que todos los países duelen”. Con dolor, entonces, pero sin renunciar a la esperanza, su poesía marchará infatigablemente al lado de la “gente que batalla por el pan”, tras ese “Cachito de poder/ que hace falta/ para cambiarlo todo”, como deja constancia en otros dos poemas: “Impunidades” y “Los nenes del arroyo”.
En su segundo libro, “Aspaldiko” –que en lengua euskera significa, a modo de saludo, “Cuánto tiempo sin verte…”–, Etcheverry emprende un viaje singular en busca sus raíces. Se trata de un viaje real a la cuna de sus mayores, que ahora desanda poéticamente la memoria, y que, en definitiva, termina siendo un viaje interior hacia el centro de sí misma, pues, para hacer honor a sus versos, “un viaje siempre es un viaje hacia adentro/ aunque uno se dedique a mirar para afuera”. En este viaje, Etcheverry intentará llegar hasta sus orígenes, desentrañar el mandato de su sangre, conocer, en última instancia, la índole de la que nace su decir poético. Vale la pena transcribir, a título ilustrativo, el primer poema del libro; dice en él, refiriéndose al hogar de su abuelo paterno, en la región española de Euskadi: “ahora que estoy lejos/ ahora que estoy aquí/ siento/ que hay un lugar en el mundo/ adonde pertenezco/ desde siempre/ desde el origen de la sangre/ y es/ la casa del padre/ que fue padre del mío/ la casa de la que alguna vez/ partí hacia el futuro/ para saber quién soy”.
El tema del tiempo, con todo lo que trasunta de fatal e irreparable, vuelve a aparecer obsesivamente en varios pasajes de este poemario, como cuando escribe: “es mucho lo que ha desaparecido/ con el tiempo/ y sobre algunas pérdidas no es fácil/ transitar/ ni acostumbrarse”.
Por lo demás, al igual que en el libro anterior, no pasan inadvertidos en “Aspaldiko” los lazos vinculantes con dos de los poetas más admirados por la autora: Juan Gelman y Raúl González Tuñón. El primero, en relación con cierta actitud juguetona respecto del lenguaje; el segundo, en lo que hace al compromiso asumido con un mundo de aristas profundamente humanas.

3

Dentro del contexto existencial y poético descripto, “La ojera de las vanidades” –título que remite paródicamente a la famosa novela “La hoguera de las vanidades”, de Tom Wolfe– es un libro de indagación personal que alcanza al cuerpo y al espíritu, y a través del cual, dejando de lado “la compostura” y “el maquillaje”, Etcheverry se asoma al espejo en toda su desnudez. Su condición de mujer –la inextricable urdimbre de lo femenino– y los roles que le toca desplegar a diario son puestos bajo su atenta pupila inquisidora sin autocomplacencia ni concesiones engañosas.
En cuanto a su estructura, el libro se compone de cinco secciones, cada una de las cuales reúne, bajo un rótulo común, un número determinado de poemas; son ellas: “Fotos de familia”, “Poemas des-generados”, “Verano”, “Interneteama” y “La ojera de las vanidades”, a las que se suma un anexo titulado “Otros poemas”. A lo largo de estas secciones, algunas de las preocupaciones recurrentes de Etcheverry se apropian de su discurso y muestran las huellas que la vida va dejando en ella. Así, el legado ancestral, la infancia, los lazos familiares, el amor y la muerte son motivos para que el lector descubra que la autora esconde “un tajo/ una rajadura” en el corazón, que a menudo extravía “carteras en los sueños”, que no sabe “usar faldas/ ni caminar con tacos” y que, además, ha perdido la costumbre de elegirse entre otras.
Los vínculos sanguíneos, en particular, adquieren de nuevo en este libro especial significación. Ya en los primeros poemas, los retratos del padre y de la madre se imponen en el marco de la fajina diaria. Para Etcheverry, la figura paterna tiene un carácter tutelar, representa la fortaleza y la experiencia al mismo tiempo. Dice en “Papi”: “…papi sí que sabía de vacas y caballos/ a las vacas/ las miraba a los ojos/ y ellas permanecían impávidas/ pensando vaya a saber uno qué/ a los caballos/ les acariciaba las patas con/ delicadeza y después/ les daba una palmadita/ como podrían saludarse los viejos amigos…”. Etcheverry sabe que en ausencia del padre alguien, necesariamente, deberá “ponerse el nombre/ al hombro” y cumplir con el rol vacante. Será ella, entonces, como afirma en “Mandatos”, la que decida aprender “a ser hombre” y asuma la responsabilidad de “arremangarse/ los pantalones/ para llevarlos bien puestos” cuando las circunstancias se lo exijan.
En su intento de conocerse, Etcheverry adopta en algunos poemas la tercera persona del singular, no como mero juego literario sino más bien para tomar distancia de sí misma y poder expresar con entera libertad cierta actitud de desafío. En “Me caso”, por ejemplo, comienza espetando: “Me caso para divorciarme/ y qué,/ les dijo”. Y agrega más adelante: “podría lavar, planchar y/ cocinar/ pero también ir a abordar/ lo marginal/ correr/ el peligro de saber quién soy. Me caso/ y qué,/ les dijo y los hizo/ testigos de que todo/ futuro es imperfecto”. El mismo recurso utiliza en “Mandatos” y en los tres primeros fragmentos de la sección “Interneteama”. En esta sección, precisamente, vuelve a exponer, como ya lo había hecho en “Máscaras del tiempo” y “Aspaldiko”, su largo desencuentro con el mundo; un mundo ruidoso y deshumanizado, ganado por afanes mezquinos, mientras abriga la ilusión de que exista un lugar “lejos/ de tanta locura”, con gente que “deje pasar las horas” sin apremio, que sea capaz de “mirar la luna/ porque sí”.
También el amor y su costado ligado a la sensualidad hallan en las distintas secciones, especialmente en “Poemas des-generados” y “La ojera de las vanidades”, una mirada indagadora. Las fluctuaciones afectivas, los momentos de plenitud nacidos de la reciprocidad de la pareja y el dolor provocado por los distanciamientos, le permiten a la autora penetrar en su intimidad y comprobar que, más allá de ciertas cursilerías como escribir “te amo”, llega un día en que el corazón “no soporta más barbaridades”, que “no ama quien quiere sino quien puede/ elegir-se/ con libertad”, y que, en el fondo, para seguir siendo fiel a sus palabras, “buscar se parece a nada/ pero buscar siempre es mejor/ que morir de sed”.

4

Como fue dicho al principio, y lejos ya de la extendida y agotada influencia de Alejandra Pizarnik en la poesía vernácula, “La ojera de las vanidades” se suma a las últimas producciones de poetas argentinas que se distinguen por sus particulares marcas de generación y de género. En sus páginas, recorridas por un coloquialismo acorde con el habla de la época, se amalgaman eclécticamente desde citas clásicas a voces y giros populares, y conviven referentes de los más variados estamentos de la cultura, como Sylvia Plath y Pablo Milanés.
En general, Etcheverry se vale de un tono irónico, desenfadado y, muchas veces, deliberadamente ingenuo, que le permite jugar con el sonido y la grafía de las palabras hasta alcanzar más de una nota risueña. No pasan desapercibidas, en este aspecto, las frecuentes aliteraciones que acompañan sus versos, como “Aunque la loca/ cante/ con su boca de/ roca/ es boa/ y vaca sagrada”, o “Ruedas ruedan/ rodadamente/ como redes”.
Entre los rasgos peculiares del libro, también se destaca la inclusión de neologismos creados a partir de la conjunción de dos vocablos, como “Seducimen”, o producto de formas derivadas, como “amoneyrado”. Otra característica la ofrecen las palabras desarticuladas por guiones, que especulan con el doble sentido, como en la locución “Poemas des-generados”.
Y algo más para subrayar: el uso reiterado del encabalgamiento y la ausencia de signos de puntuación en muchos poemas, condición esta última que le da a la escritura la soltura propia de la oralidad.
Para terminar, hay que decir que la voz fresca y desenvuelta que predomina en “La ojera de las vanidades” puede tornarse grave de repente, como sucede en “Otros poemas”. Este conjunto singular revela, recordando a Cioran, “la caída en el tiempo1 de la autora, que ahora percibe –tocada por la ausencia, las pérdidas, la muerte– que todo se desvanece irremediablemente, confundido en el flujo de las horas. Frente a esta angustiante realidad, Etcheverry vuelve a aferrarse a la idea de apresar el tiempo mediante la palabra, como ya lo había hecho en su libro inicial. Dice en el poema titulado “La posesión del instante”, con el que cierra este nuevo volumen: “Sólo la escritura tiene cosas/ del presente huidizo/ …/ Atrapé un instante antes de noviembre/ y me quedé con él// Estabas todavía en la casa”. Una vez más, la palabra, por obra de la poesía, le devuelve la esperanza de hacer perdurable lo fugaz.

Nota

1 Título de un libro de E. M. Cioran

La Plata, marzo de 2010

César Cantoni
 
Texto leído en la presentación de “La ojera de las vanidades”, de Norma Etcheverry, el 16 de abril de 2010 en el Círculo de Periodistas de la Provincia de Buenos Aires.

No hay comentarios:

Publicar un comentario